martes, 15 de agosto de 2017

Heroína



La mañana en que me enteré de la muerte de mi tía Graciela, la-tía-Chela, como le decíamos en la familia, mi ojo izquierdo amaneció con un derrame que parecía un charquito del Mar Rojo.

La explicación racional era la infección en la garganta que me aquejaba desde hace varios días; sin embargo, yo sé que mi corazón estaba arrugado y lagrimeaba por el adiós de la-tía-Chela, una mujer que por cómo enfrentó la vida, fue una auténtica heroína.

Lo curioso del caso, es que está sensación de tristeza por el fallecimiento de la-tía-Chela comenzó semana y media antes. Aquella noche de sábado para domingo soñé precisamente que me enteraba de la muerte de la hermana de mi papá.

Desperté sobresaltado. Conmovido. Me dije "tengo que hablar por teléfono a su departamento, a ver si responde".

No lo hice ese domingo. Ni tampoco el resto de la semana. Lo intenté siete días más tarde hallando la misma respuesta con la que topaba desde hace 12 meses, una grabadora que secamente declaraba "su mensaje será transferido al buzón y contará como llamada tras el tono", venía el vip y cortaba la llamaba.

"Tengo que ir a visitarla", pensé, pero cometí el error de no escucharme.

La-tía-Chela llevaba dos años sin salir de su casa. A los 89 años tenía poco ánimo de levantarse y enfrentar a un mundo que antes le hizo los mandados.

Quizás sabía que ya no tenía nada que demostrarle a nadie. Y tenía razón.

La-tía-Chela salió de una cuna muy humilde y con base en trabajo, mucho trabajo hizo lo que se le dio la gana: viajó por el mundo, compró carros y departamentos; sin embargo, eso no la hizo millonaria.

Su riqueza se basó en acciones no discursos. En apoyar incondicionalmente a sus sobrinos, a los que quería como hijos propios y a un montón de personas que en diversas ocasiones nunca regresaron para retribuirle lo que les prestaba.

Ése era su mayor defecto: nunca dejó de confiar en la gente.

Conocí a la-tía-Chela cuando ella ya era grande de edad.  Rebasada los 50 años. Fui el último de sus sobrinos y tuve por destino ser el único de ellos que nació fuera de matrimonio.

Pero nunca me hizo sentir eso. Pese a ser su sobrino ilegitimo, ella decidió darme el legítimo derecho de recibir su cariño y apoyo incondicional.

Me abrazó en momentos en que estuve muy triste, y me acompañó en otros que fueron felices. Fue un apoyo moral y económico. Si prometía dar un dinero, lo cumplía: así fue que la-tía-Chela costeó íntegramente mi maestría.

Por mi cabeza ahora resuenan sus consejos. Solía decirme: "eres bueno, no dejes de ser así", pagaba la comida que compartíamos cada viernes por muchos años y nos veíamos hasta la siguiente semana.

Se puso muy feliz cuando me casé, le dio la bienvenida a Jessica. La vi conmoverse cuando conoció a Victoria y luego a Lilith.

Coleccionista empedernida de las fotos de sus familiares, se le iluminaron las pupilas y me agradeció como si le hubiera regalado una olla de oro cuando le llevé una imagen de mis hijas.

Dicen que la tía-Chela falleció sin sufrir. Que sólo se quedó de pronto dormida. Se fue de la mano de la muerte al mismo estilo que lo hizo con la vida: haciéndolo como ella quería.

Mi ojo izquierdo seguro sanará en uno o dos días, pero mi corazón seguirá apachurrado y lagrimeando algún tiempo más por la-tía-Chela.

En adelante, intentaré no cometer el mismo error: me escucharé cuando lleguen a mi cabeza las palabras de la-tía-Chela:

 "Eres bueno, no dejes ser así..."